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Mensaje por Admin Jue Ago 07, 2014 2:41 am

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Joseph Scott, tercer primogénito licántropo y producto de un embarazo no deseado, llegó al mundo diez años después de Raleigh, cinco después de Rita. Los Scott en ese entonces aparentaban normalidad, ya instalados en América, adaptándose a la llegada de un nuevo miembro que cambiaría el orden de sucesión: como segundo hijo varón, le correspondía reclamar su lugar en la organización familiar en caso de que el primero se rehusase a tomarlo o muriese. Joseph creció teniéndolo en cuenta constantemente, recibiendo entrenamiento él también, ayudado por su padre. Rita, sin embargo, quedó relegada a un segundo plano por obvias razones, a pesar de que su madre insistiese en su instrucción inmediata para darle una chance también. Pero no hubo caso. Ser mujer seguía teniendo sus desventajas, sobre todo en una familia tan conservadora como aquella.

Joseph era joven. Temerario. Despreocupado. Igual de inteligente que Raleigh pero difícilmente impresionable. Y lo sabía. Lo tenía tan en cuenta, que cuando se comparó a sí mismo con Raleigh y tomó consciencia de las cuantiosas debilidades de aquél, Joseph comenzó a considerarlo poco merecedor del puesto que ostentaba, pretendiéndolo. Rita, por su parte, ejercía las veces de mano derecha de Raleigh y hacía lo que podía para aplacar los ánimos entre ambos, dado que el mayor de los hermanos tampoco se dejaba pisotear. Las pocas veces que Rita vio a Leigh realmente enojado, evoca aún hoy, Joseph estuvo presente, generándole todo el disgusto posible, queriendo ganar la batalla por cansancio. Pero no lo lograría, dado que su hermano no era del tipo de líder que daba el brazo a torcer.

Raleigh era demasiado terco. Joseph, demasiado insistente. Y Rita comenzó a cansarse.

Su favoritismo por Raleigh era evidente pero no lo suficiente como para suscitar más conflictos. Estaba de su parte porque era justo, porque era bueno en lo que hacía, porque era bastante parecido al hombre que imaginaba como Woolsey Scott: no había pedido llegar a ser lo que era, pero allí estaba por vocación, porque muy en el fondo, sin quererlo, estaba dispuesto a dar todo de sí sin pensar en sí mismo. Excusó a Joseph creyendo que tal vez estuviese pasando por algún momento difícil en su adolescencia, que quizás aquello fuese sólo un capricho transitorio. Pero, desgraciadamente, no podía estar más equivocada.

Con los años, el menor se obsesionó con la disputa, seguro en demasía de su superioridad. Y se desvió, de a poco, escurriéndose entre el submundo que debían proteger, escapando de la vista de sus hermanos y volcándose a nuevas amistades... Poco le llevó engatusar subterráneos para su causa. Un conflicto privado, de familia, vuelto un asunto de exagerada atención y con más involucrados de la cuenta.
Aquello era una locura.

Un par de meses después —meses de suma quietud, cabe destacar—, las cosas empeoraron de repente. De un día para el otro. Sin previo aviso, como un desastre natural que viene, lo destroza todo y se marcha así como aparece.


Borrador previo 8kddsjA
La noche cayó en Nueva York, tomando desprevenidos a quienes cargaban el coche con maletas. La casa que fuese de sus padres estaba a oscuras, muerta por dentro, porque ya no quedaban muebles que la llenaran, voces que cortaran el silencio que la conquistaba. Afuera, la brisa mecía la melena oscura de Rita, quien se apartaba los mechones rebeldes con una mano enguantada y estrechaba los ojos verdes buscando a Leigh. Allí estaba, fallando estrepitosamente en su intento por ordenarlo todo en el baúl de la camioneta. Un pequeño bolso abultado encontró el suelo en cuanto intentó mover unas cajas, y finalmente observó a Rita con cierta súplica implícita en los ojos como si aceptase que era un desastre. Una risa breve pero cantarina escapó de la garganta de la mujer, arrancada con genuino mérito y correspondida con una carcajada socarrona. Los dos eran un desastre.
Esa misma mañana ella había prendido fuego las cortinas de la cocina mientras intentaba preparar un desayuno decente. Después de haberle dirigido una mirada similar a la que él acababa de echarle, obtuvo, como compensación por haber quemado hotcakes a diestra y siniestra, unas tostadas francesas y el mejor café que había tomado en mucho tiempo. Es que a Leigh le iba lo simple, lo seguro, lo que daba resultado. A ella, lo complicado, lo imposible. Y se complementaban, claro está, siendo ambos un par de ineptos en lo suyo.
Rodando los ojos y aún sonriente, Rita le arrebató de las manos el bolso que había levantado de la calle, y se dispuso a acomodarlo todo ella sola. Optimizar espacio se le daba bien, después de haber jugado Tetris por años y manifestado una necesidad casi compulsiva por organizarlo todo a su manera. Diez minutos después, las cajas estaban apiladas por orden de tamaño, encajadas perfectamente contra el chapón interno del baúl.

Existen momentos que duran excesivamente poco, como destellos de luz cegadora, que dejan su impronta en la memoria y también la frustración, la incertidumbre y el desasosiego de no saber qué fue exactamente lo que ocurrió. Momentos que nos marcan, que nos definen, que nos cambian. Pero también nos deterioran, día tras día, semana tras semana, haciendo que muramos lentamente: el no saber, el no tener forma de saber, nos desgasta.

Sin voltearse a mirarle, Rita extendió la diestra hacia Raleigh esperando que éste le dejase el dichoso bolso en la mano. Estaba demorando un poco más de la cuenta, pensó, cuando, aún con la palma extendida, seguía sin recibir nada. Pero cuando pasaron varios segundos y su umbral de tolerancia se disparó, Rita lo buscó con la mirada...

...y ahogó un grito.

—El karma es una perra, ¿verdad? —siseó la sombra humanoide que sujetaba a Raleigh con brazos lívidos. La cosa era, en realidad, un vampiro de ojos brillantes, dedos largos y finos que se hundían en la ropa del licántropo a medio transformar. Sus colmillos afilados resplandecían levemente bajo la luz mortecina de una luna menguante, y cerca de ellos, la garganta de su hermano se hallaba cercenada de lado a lado; como una segunda boca, grotesca y furiosamente roja. El mundo, en toda su magnitud, cayó sobre Rita en un segundo. La enterró por completo en la nada. La deshizo y olvidó volver a reunir sus piezas, vestigios que quedaron desperdigados por el asfalto, flotando como barcos de papel en la sangre de Raleigh Scott.

El bolso cayó al suelo.

Borrador previo MBgBENo

Recostada contra la camioneta estacionada, la mujer yacía acurrucada con las manos sujetándole las rodillas. Hecha un ovillo, sentía el borde oxidado de la matrícula clavado en la espalda, en medio de la médula. No dolía todavía, pero molestaba. Ella ejercía presión lentamente, como si estuviese dejando que el peso del cuerpo se fuese hacia atrás junto con la cabeza, la cual recostó con cuidado contra el borde del baúl. Ansiaba herirse a sí misma, pero no tenía nada más a mano. Quería herirse para despertar de aquella pesadilla, porque no le quedaban fuerzas para alzar una mano y pellizcarse un brazo. No podía moverse, sólo dejarse llevar, abandonarse, someterse al peso del mundo que pretendía hacerle trizas el corazón.

A pocos centímetros de sus pies descansaba, mancillada por la sangre coagulada, la cabeza de Raleigh. Su cuerpo entero estaba tieso. El gorgoteo que emitió varios minutos antes de que el silencio lo reclamara, se repetía en un loop interminable en los oídos de quien lo observaba con ojos hinchados. No quería tocarlo. No quería moverlo. No quería que nadie le pusiera un dedo encima. Daba las gracias porque su rostro estuviese viendo hacia adelante como ella, y fuera de su vista. Daba las gracias por no tener que ver sus ojos vacíos, privados ya de la chispa de la vida. Daba las gracias por haber estado ahí, por saber que Raleigh no había muerto solo. Pero ella no había podido hacer nada. Se sentía inútil, maldita, se aborrecía a sí misma con tanta fuerza que quería arrancarse la piel a tiras de solo pensar en ello. Detestaba el hecho de no haber salido tras el Hijo de la Noche, de no haberse agazapado sobre él y haberle quitado los ojos con los dedos. Lo odiaba, con cada fibra estremecida y adormilada de su ser, por haberle arrebatado a la persona que más amaba en el mundo.

Haber pasado toda su vida creyendo, tal y como una niña, que Raleigh cumpliría su promesa: "Siempre estaré ahí para ti. Sin importar qué". Aún en la adultez se había recargado en él, en su calidez, en la paz que le transmitía, en esa sensación de bienestar capaz de hacerle la vida más fácil, como si no existiesen obstáculos, complicaciones. Y ahora que él no estaba, ahora que no era más que un reducido cadáver frío, una mísera expresión del hombre que momentos antes había sido, se sentía vacía. La angustia se alojó entre su carne y sus huesos, pasó a través de ellos y terminó mezclándose con el tuétano caliente. La angustia devino, lenta y paulatinamente, en una rabia fulgurante, en un enojo capaz de derretir el asfalto bajo ella, de fundirlo todo en una masa homogénea y corrosiva en la que quería ahogarse y morir.

Pero seguía viva.

Ella y Joseph...

El nombre le arrancó un escalofrío. Tornó de hielo su cuerpo entero como si hubiese perecido ella también. Retumbó en su fuero interno y dio inicio a un pitido agudo y perpetuo en sus oídos. Ruido blanco. Ensordecedor. Insoportable. Él. Joseph.

«Joseph hizo esto. JOSEPH HIZO ESTO.»

La adrenalina le hizo tomar aire de repente, como si hubiese estado conteniendo la respiración, recién salida de un gigantesco mar helado. Volvía a sentir los dedos otra vez, las piernas, el abdomen, el dolor punzante en la espalda herida. Los pies avanzaron apenas, las manos rodearon el cuerpo masculino venido a menos. La sangre había dejado de manar de su cuello abierto, pero las palmas femeninas se pringaron con la costra gelatinosa de la vitae casi seca, que embadurnaba la ropa de Raleigh de pies a cabeza.

Rita lanzó las cajas del baúl con una mano y gran esfuerzo; ya no las necesitaba. Cazó su abrigo de encima del techo del coche y lo extendió allí, con cuidado, para después dejar el cuerpo inerte de su hermano con toda la ternura de la que era capaz. Su duelo comenzaba, y ella sólo quería llorarle. Quería acurrucarse a su lado y desear desaparecer con las fuerzas que le quedaban. Pero no había tiempo. Se rehusaba a cumplir el papel que sus padres habían creído designarle. Seguiría con el legado de Raleigh, sin importar el costo. Después de todo, él la había entrenado. Había hecho caso omiso del patriarca y había hecho de ella una mujer lobo, no una ama de casa capaz de transformarse en luna llena. Se había arriesgado a ser desheredado, porque había tenido fe.

«Fe en mí...»

Un beso en la frente fría, un sollozo quedo, el golpe de la puerta trasera cerrándose, pasos en el asfalto, la llave girando y el motor encendiéndose. Una retahíla de sonidos que marcaron un cambio. La Rita de detrás del espejo, la que sólo observaba, se rompió esa noche. Porque, a decir verdad, gran parte de ella se fue con aquél que jurase protegerla.


Borrador previo JzdjFHy
La Casa Praetor estaba en silencio. A falta de murmullo, de sonido alguno, el vaivén del oleaje se colaba por las ventanas entreabiertas, de la mano con la brisa fría de la noche. Los bloques dorados de la edificación lucían grises, azulados, casi argénteos como el cuerpo celeste que los bañaba con su manto. Mientras tanto, dentro del enorme refugio, las figuras se congregaban alrededor de aquellos dos que yacían uno junto al otro siendo el centro de todas las miradas. Uno de ellos, inmóvil y casi tan blanco como el mármol gracias a la luz, permanecía extendido cerca del inicio de la escalera. Si no hubiese sido por el corte que le envolvía el cuello como un pañuelo carmesí, de seguro lo habrían confundido con un hombre que dormía, solo y desvergonzado en medio del vestíbulo. A su lado, como encargada de la vigilia de ese sueño, una mujer se encontraba de rodillas como si estuviese por ofrecer su vida a cambio de la ajena. Una tragedia griega con sólo dos actores y un público enmudecido. El dolor más puro y verdadero manaba de ella, enfriando la atmósfera a su alrededor con su desesperanza, con su rabia, con su pérdida.

Todos allí, los que miraban con los puños apretados y los mentones en alto, se contenían en ese dolor, lo hacían propio: el Praetor Raleigh Scott había sido asesinado, y en el próximo debía recaer el deber de buscar al asesino.

Uno de los jóvenes que se hallaba cerca de los hermanos estuvo a punto de pronunciar palabra, pero se contuvo en una consonante sorda en cuanto vio a Rita poniéndose de pie. Lentamente, la mujer recobraba la vida como Pinoccio volviéndose hombre, mientras se apoyaba en una rodilla para cobrar impulso. El muchacho la observó con suma atención, imperceptiblemente agazapado en caso de tener que asistirla, pero Rita, quien se tambaleó momentos después, alzó la diestra hacia él con languidez para que le concediese el mérito. Aquél retrocedió, asintiendo con la cabeza con algo de vergüenza.

Rita estaba lista.

—Un vampiro lo mató. Tengo una idea de quién es, qué quería puntualmente, y quién pudo haberlo azuzado —su voz sonaba desprovista de toda emoción, mientras recuperaba los sentidos de a poco y toda su compostura. El resto la observaba con el atisbo de impotencia grabado en las pupilas dilatadas— Joseph.

—¿Quiere que lo encontremos? —musitó una muchacha, haciéndose oír desde la esquina del recinto, oyendo su propio eco rebotando por doquier.

La pregunta era concisa como una puñalada, pero necesaria: ¿quería, en verdad, que Joseph apareciese ahí en breves? ¿Quería tenerlo allí tan pronto...?

—No. Enterraréis a vuestro líder primero. Le lloraréis. Le haréis los honores. Después, y sólo después, saldréis a las calles y seguiréis cumpliendo con vuestra tarea.

—¿Pero quién nos dirigirá?
—¿No tenemos que votar primero, sin importar las circunstancias?
—¿Y si Joseph regresa?
—¿Qué se supone que debemos ha...--

—SILENCIO —y la voz aterciopelada cortó de raíz cualquier oración que viniera luego, atrapándola en las bocas ajenas de forma repentina— Raleigh primero. Lo demás puede esperar —su tono se ablandó un momento cuando creyó ser muy severa, dado que no tenía ni voz ni voto en aquella estancia. Los miró uno por uno a modo de disculpa, y suspiró, apesadumbrada. No tenía poder alguno sobre ellos. Sólo era "la hermana de..."— Por favor... os lo ruego. Raleigh primero...

Y sin decir una palabra, después de un breve instante de reconocimiento mutuo, cuatro jóvenes se acercaron al Praetor en silencio y lo cargaron con toda la delicadeza de la que eran capaces, mientras, al pasar la pequeña procesión, la muchedumbre se bifurcaba frente a ellos como el Mar Rojo.


Borrador previo PpeFKWP
Reunidos en torno a la pira funeraria, los asistentes parecían postes clavados en la arena con fuerza, inamovibles como rocas en un acantilado. Erguidos a fuerza de voluntad, todos y cada uno observaban al suelo, esperando dos palabras. Sólo dos; las que englobaban toda una vida de servicio, toda una vida de entrega. De negro, aguardaban como centinelas alrededor del difunto, como un anillo de carbón que parecía protegerlo de todo mal. Carbón que se encendería en cuanto el duelo terminase, carbón que ardería hasta las cenizas en busca de un culpable, en busca de justicia.

La comparación le otorgó una pizca de consuelo a Rita, quien observaba cómo un recluta alzaba una antorcha encendida sobre el cuerpo de su hermano, sin tocarlo aún, observándola fijamente. La mujer le devolvió la mirada con extrañeza, mientras el tapado de invierno oscilaba apenas sobre su cuerpo menudo y trémulo por el frío. El muchacho extendió la lengua de fuego en su dirección con tanta solemnidad, que un nudo halló lugar en su garganta con suma prontitud. Rita tragó en seco, mientras el labio inferior, hinchado y enrojecido, amenazaba con comenzar a temblar. Pero se armó de calma. Respiró hondo. Alzó el mentón y dio un paso. Luego otro, y luego otro, y enseguida comenzó a andar con el orgullo puesto en la mirada como una luz brillante, cálida. La cercanía al fuego le generó escalofríos, y no fue hasta que sus dedos tomaron la antorcha, que sintió la mano fuerte del joven asiéndola por el hombro.

—¿Podría hacer los honores? —musitó junto a ella para que la cuestión quedase entre los dos.

Rita asintió. Sabía qué decir, sabía qué hacer. Sabía que aquella despedida era la que Raleigh merecía.

«Hasta pronto, Leigh...»

—Beati Bellicosi —enunció con voz clara, haciendo descender el fuego sobre el cuerpo amortajado de su hermano, de su amigo. Las llamas lo envolvieron con gracia, lo cobijaron antes del gran viaje, justo antes de que cada fibra suya comenzase a desvanecerse y volver al polvo del que había nacido.

---

La pira continuaba emitiendo humo. Las llamaradas continuaban lamiendo la madera seca y astillada, el océano seguía arrullándolos con su murmullo incesante. La antorcha yacía enterrada en la arena de forma perpendicular, apagada ya, mientras la castaña no despegaba su mirar de la vorágine de brasas y cenizas. De alguna forma lograba sentir cierta fascinación por la facilidad que la carne tenía para volverse nada, para regresar al estado más primario de existencia. Los ojos verdes miraban cómo el lecho de ramas y troncos se consumía y se desarmaba lentamente, entre chispas rojas, doradas y anaranjadas. Mientras tanto oía atentamente el crepitar del fuego cerca suyo, como si le hablase en una lengua extranjera que chasqueaba las consonantes contra el paladar: palabras de consuelo que se decía a sí misma con voz ajena.

¿Qué sería de ella a partir de ese momento, cuando no había hogar al que regresar ni familia que cuidar? ¿Qué haría entonces, si Joseph andaba suelto? ¿Volvería por ella y la mataría? ¿Querría quedarse con el título aún, reclamando su derecho de sangre? Lo cierto es que a Rita no le importaba morir...

...siempre y cuando se lo llevase con ella a la tumba.

El siseo quedo de la arena cediendo tras ella la sacó de su trance, y cuando volvió el rostro para observar detrás, se topó con el Praetor Lupus entero en formación. Hombres y mujeres, jóvenes y adultos, la observaban con una expresión que en ese entonces le pareció indescifrable, un enigma que, abrumada como estaba, no había logrado dilucidar. Sacado de contexto, aquel escenario podía asemejarse perfectamente al entierro de un soldado. Ella, como la única familiar presente, recibiría más tarde la bandera americana, de mano de un compañero, mientras los camaradas formados dispararían al aire en honor al caído. Pero era diferente. Si bien la pérdida era la misma, los códigos diferían, el dolor menguaba en nombre del deber. Y allí, frente a los Praetor, estaba el muchacho que antes le ofreciese la antorcha. Era castaño, como ella, de ojos ambarinos y verdes. Lo había visto varias veces, pero había obviado su rostro en un claro bloqueo de funciones: su mente lograba enfocarse en pocas cosas, de a poco. El joven dio varios pasos hacia ella. Un medallón de oro pendía de su mano helada.

«Leigh te apreciaba, Jordan Kyle. Sé quién eres.»

—El Praetor Lupus ha decidido, por voto unánime, que tú, Rita Scott, seas el siguiente Praetor —musitó con voz clara, pretendiendo aplacar el desconcierto de la mujer. Acto seguido prosiguió, observándola con la misma solemnidad de antes— ¿Aceptas el cargo que te pertenece por legítimo derecho?

Observó a los presentes con atención, encontrando genuina aprobación en todos ellos.
Estaba preparada.
No lo pensó dos veces.

—Con una condición —dijo con voz queda, haciendo a un lado la vergüenza que podía llegar a generarle lo que estaba a punto de pedirles. Esperaba comprensión. Toda la que tuviesen.

—¿Cuál es?

—Decid que Raleigh Scott sigue dirigiendo esta organización, a todo el que pregunte.

Los rostros a su alrededor fruncieron el ceño y la miraron a la vez, incapaces de comprender sus intenciones a la primera. Pero poco a poco, los semblantes se relajaron; algunos, incluso, esbozaron una que otra mueca de complicidad: la carnada perfecta para Joseph estaba ahí, implícita en sus palabras.

—En lo que a Rita concierne —y su voz se tornó amarga por un momento—, fue asesinada brutalmente por un vampiro.

Jordan asintió.
Rita inspiró hondo.

—Acepto — proclamó, y el medallón de oro pasó a descansar sobre su pecho, a la vez que volteaba y fijaba los orbes de tábano en la pira ya consumida. Un "Beati Bellicosi" se perdió en el aire, llevado a lares lejanos por los vientos de cambio, mientras la gesta de la mejor época de los Praetor se atisbaba en el horizonte.


Borrador previo L3qUuQl

Raleigh Scott
No matter where I go, you're still by my side.

Datos Básicos:

Nombre Completo:  Raleigh Rita Suzette Scott
Avatar: Emily Blunt
Edad: Treinta años
Fecha de nacimiento: 14 de setiembre, 1984
Apodos: Praetor Scott, Oathkeeper
Raza: Hija de la Luna
Nacionalidad: Británica
Orientación sexual: Desconocida











Físico:

Pon aquí descripción física de tu personaje.















Personalidad:

Pon aquí la personalidad de tu personaje.




Datos extra:

»Ya han pasado dos años desde la muerte de Raleigh, y Joseph continúa sin aparecer.
»


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